




Estaba tan nerviosa antes de entrar junto al endocrino que me sentí como cuando me empolvaba la nariz repetidas veces hasta el amanecer. Pero había comido TANTO TANTO durante la semana que nada podía ir mal. De hecho, subida a la báscula, mareada y casi sin tenerme en pie, me llevé una gran desilusión cuando lo que debía haber sentido es alivio, y si acaso también alegría. 45 kilos. Redondos.
Sí, luego te consuelas con datos como: al día siguiente te vino la regla (es cierto, cuando tenemos la regla pesamos más). Pero el caso es que ver el número 43 en una báscula es, o fue, un sueño para cualquiera de nosotras.
Vale, lo que siempre dije: 45 kilos y mantenerme. Ellos (endocrino y psicólogo) dicen que debo engordar más, pero no estoy preparada. Voy a comer lo que quiera, y voy a pesar 45 kilos, hasta que, como dice P, se vayan todos los fantasmas que están asentados en mi cabeza. Se irán. Voy a empezar a desahuciarlos.
Y, reporte de julio: mejor que bien.
Alcohol. Cenas con amigos al aire libre. Lecturas en la playa. Terrazas tarde-noche. Besos en la esquina de un bar. Viajes en coche con las ventanillas abiertas. Festivales. Reencuentros con gente que sólo ves de año en año. Qué coño, estoy jodida, tengo insomnio (remediado por somníferos o por alcohol) y ansiedad (ya me han dado ansiolíticos para ello), pero lo de encerrarme en casa y lamentarme entre atracones ya no es lo mío.
¡Sólo falta un poco de sexo!
Disfrutadlo, en serio, hay demasiadas cosas buenas como para perdérselas en casa sólo porque no queramos que los demás vean un poco de grasa sobrante por encima del bikini. A nadie le importa. A nadie. Y es de estúpidos pensarlo. Sí, somos unas estúpidas, y yo no quiero serlo más.
